POÉTICA DE LO INUSUAL
Lo de siempre por favor…
El viejo relato del progreso lineal se nos cayó encima como una escenografía mal montada, y en medio del derrumbe descubrimos que la globalización ya no es una fiesta de promesas, sino un karaoke donde cada quien canta en su propio idioma, con micrófonos pirateados y modelos de inteligencia artificial. Entre la inflación de datos y la precariedad disfrazada de “flexibilidad”, lo único sólido es la necesidad de imaginar distinto: un nuevo mundo exige un nuevo arte, no como decorado de lo existente, sino como laboratorio contracultural que desarme las estéticas corporativas y remezcle símbolos, narrativas y lenguajes. Lejos de ser un apocalipsis, esta proliferación caótica de ideas es la oportunidad de crear formas más vivas, incómodas y, paradójicamente, esperanzadoras: porque si todo se mueve, también puede moverse la imaginación colectiva.
La poética de lo inusual se filtra en los rituales humanos como glitch en una misa: lo inesperado se convierte en ceremonia cuando usamos códigos que inventan imágenes y relatos con la misma soltura con que antes se inventaban dioses o teorías económicas. Estas herramientas no son solo prótesis tecnológicas, sino espejos distorsionados que devuelven versiones posibles de nuestra memoria y deseo colectivo. Al ponerlas en manos de cualquiera, lo sagrado de la producción cultural se democratiza y se multiplica; y en ese caos se abre la posibilidad de una estética fresca, capaz de burlarse de la solemnidad del canon mientras levanta altares improvisados a lo improbable. Lo inusual, entonces, deja de ser accidente y se vuelve método: un nuevo ritual creativo para un mundo que ya no cree en la estabilidad, pero sí en el gusto de imaginar lo improbable.
La proliferación de agentes en la producción cultural contemporánea ha generado una nueva poética caracterizada por la descentralización y la aceleración. El ritmo y la belleza, antes asociados a cánones estéticos dentro de un contexto histórico (por su durabilidad y estado de permanencia adaptable a los sistemas de poder), se reconfiguran ahora como conceptos funcionales y pragmáticos, ajustados a las exigencias de visibilidad corta pero hiperreproducible en entornos digitales y a la lógica de la supervivencia económica. La viralización de tendencias intenta presentarse como un mecanismo de adaptación masiva, pero en la práctica evidencia su fragilidad: las ideas se consumen y se agotan con rapidez, dejando tras de sí un terreno fértil para la experimentación, aunque sin garantías de permanencia. Esta inestabilidad convierte al arte en un producto consumible digitalmente y con un halo inalcanzable en el plano offline.
Nuevo subconsciente, nuevo surrealismo: la mente humana ya no sueña con relojes derretidos, sueña con notificaciones pendientes y algoritmos que le recomiendan qué sentir. El ocio, ese espacio fértil para la imaginación, fue subcontratado por plataformas que nos sirven un buffet infinito de imágenes y sonidos masticables en loop. El resultado es un subconsciente sobrecargado, donde lo que antes era absurdo o violento en la ficción ahora es simplemente el noticiero, el timeline, la sobremesa digital. Lo surreal se mudó de los lienzos a la experiencia cotidiana, y lo inquietante ya no requiere de un estudio obsesivo de la imaginación: basta con abrir cualquier aplicación para descubrir que la normalidad se volvió indistinguible de la sátira.
La corrosión de las imágenes se manifiesta en la saturación constante de elementos visuales: ruido que se convierte en imagen, estímulo que se disfraza de significado. Entre memes, reels y microformatos hipereditados, emerge un lenguaje que alimenta al ojo con dopamina, pero deja al cuerpo agotado y al pensamiento hambriento. La paradoja es desconcertante: una estética lo-fi en resolución HD, donde la imperfección se convierte en recurso de autenticidad y el píxel deja de ser un defecto técnico para transformarse en huella cultural. Ese mismo rastro no solo habita en la superficie visible de las imágenes, sino también en la data que acumula su uso, reuso y reuso, formando un palimpsesto digital donde cada iteración erosiona el original mientras inaugura nuevas capas de sentido.
La saturación no solo corroe la imagen: corroe también la mente que la procesa. La evolución neuronal, en lugar de expandir sus capacidades críticas, se ve entrenada para sobrevivir al zapping infinito, adaptando su plasticidad a ráfagas de estímulos inconexos. El arte, que alguna vez tuvo la tarea de incomodar o iluminar, ha sido reclutado como soldado raso de la industria del entretenimiento, calibrando emociones al ritmo de algoritmos que apenas entienden de atención y clics. La comedia, la narrativa, el cine, los reels, los memes, los mensajes de texto, los emojis y hasta los códigos que usamos para hablar entre nosotros funcionan como material de entrenamiento para inteligencias artificiales que metabolizan nuestra experiencia estética como simple input. Lo humano se reduce a una pulsión: generar contenido que sirva para afinar un modelo, sin importar si es sublime o ridículo. Y en ese proceso el arte diluye su aura emancipadora para convertirse en un glitch controlado, un placebo que nos mantiene produciendo mientras creemos estar creando. Todo ello con la ironía cruel de que, cuanto más fabricamos sentido, más evidente se vuelve el vacío que sostiene a esta maquinaria.
El videoarte, otrora territorio de la experimentación radical, parece haberse diluido en la economía de la atención que gobierna los reels y microformatos. La incomodidad estética que proponía —lenta, reflexiva, perturbadora— fue anestesiada por la lógica de la inmediatez: un scroll hacia arriba y la disonancia se evapora. La pregunta inevitable es: ¿dónde quedó el videoarte? La situación recuerda al fenómeno ovni de los años 80 y 90, cuando la proliferación de cámaras domésticas no solo registraba la cotidianeidad, sino que, alimentada por la histeria mediática, generó una corriente cultural que contaminó cine, televisión y narrativa popular. Hoy ocurre lo mismo, pero en exceso: millones de cámaras en manos de millones de usuarios capturan lo banal y lo espectacular en simultáneo, borrando la frontera entre documento y ficción, entre ensayo visual y entretenimiento. El resultado es una producción audiovisual infinita donde el arte convive con el meme, la crítica con el baile viral, y donde lo extraordinario, en lugar de inspirar asombro, se consume como un simple desliz más en la pantalla táctil.
El panorama actual ofrece un potencial inédito para nuevos medios de abstracción: la capacidad de producir imágenes, video y música ya no está limitada por la técnica, sino por la rapidez con la que una idea puede circular y agotarse. Sin embargo, esta abundancia trae consigo la trampa de la fugacidad: las tendencias se consumen antes de consolidarse, y lo complejo se disuelve en la espuma de lo inmediato. Hay mucho barro cubriendo piedras preciosas en el terreno de lo inusual; y, paradójicamente, lo inusual se usa habitualmente, transformándose en recurso estético de moda en lugar de detonador de nuevas sensibilidades. El desafío no es solo crear, sino resistir la lógica que convierte todo hallazgo en cliché antes de que alcance su verdadera potencia. Resistir a esa lógica implica alterar el pulso: producir a contratiempo, apostar por procesos más lentos que no se agoten en la inmediatez de lo viral. Significa aceptar la rareza como valor, incluso a costa de la visibilidad, y sostener comunidades pequeñas pero densas que resguarden el sentido más allá del consumo masivo. También exige reapropiarse de las mismas herramientas que banalizan, usarlas en clave crítica para exponer sus contradicciones. En última instancia, la resistencia es una forma de paciencia: dejar que las ideas sedimenten antes de ser absorbidas por el algoritmo.
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SAME OL’ UNUSUAL
THE POETICS OF THE ATYPICAL
The old narrative of linear progress collapsed on us like a poorly built stage set, and in the middle of the rubble we discovered that globalization was not a party of promises, but a karaoke where everyone sings in their own language, with pirated microphones and artificial intelligence models. Between the inflation of data and the precarity disguised as “flexibility,” the only solid ground is the need to imagine differently: a new world demands new art, not as a backdrop for what already exists, but as a countercultural laboratory that dismantles corporate aesthetics and remixes symbols, narratives, and languages. Far from being an apocalypse, this chaotic proliferation of ideas is the opportunity to create forms that are more alive, uncomfortable, and—paradoxically—hopeful: because if everything moves, imagination can move as well.
The poetics of the unusual infiltrates human rituals like a glitch in a mass: the unexpected becomes ceremony when we use codes that generate images and stories with the same ease that gods or economic theories were once invented. These tools are not merely technological prostheses but distorted mirrors that return possible versions of our collective memory and desire. Placed in the hands of anyone, the sacredness of cultural production is democratized and multiplied; and in that chaos, the possibility emerges for a fresh aesthetic, one capable of mocking the solemnity of the canon while raising improvised altars to the improbable. The unusual, then, ceases to be an accident and becomes a method: a new creative ritual for a world that no longer believes in stability, but still delights in imagining the improbable.
The proliferation of agents in contemporary cultural production has generated a new poetics characterized by decentralization and acceleration. Rhythm and beauty, once tied to aesthetic canons within a historical context (due to their durability and adaptability to systems of power), are now reconfigured as functional and pragmatic concepts, adjusted to the demands of short-lived but hyper-reproducible visibility in digital environments and the logic of economic survival. The viralization of trends presents itself as a mechanism of mass adaptation, but in practice it reveals its fragility: ideas are consumed and exhausted quickly, leaving behind fertile ground for experimentation, though without guarantees of permanence. This instability turns art into a digitally consumable product with an unreachable aura in the offline realm.
New subconscious, new surrealism: the human mind no longer dreams of melting clocks; it dreams of pending notifications and algorithms recommending what to feel. Leisure, once fertile ground for imagination, has been subcontracted to platforms that serve us an endless buffet of chewable images and sounds on loop. The result is an overloaded subconscious, where what was once absurd or violent in fiction is now simply the news, the timeline, the digital after-dinner talk. The surreal has moved from canvases to everyday experience, and the uncanny no longer requires obsessive study of imagination: it is enough to open any app to discover that normality has become indistinguishable from satire.
The corrosion of images manifests itself in the constant saturation of visual elements: noise turning into image, stimulus disguised as meaning. Between memes, reels, and hyper-edited microformats, a language emerges that feeds the eye with dopamine but leaves the body exhausted and the mind hungry. The paradox is unsettling: a lo-fi aesthetic in HD resolution, where imperfection becomes a resource of authenticity and the pixel ceases to be a technical flaw to become a cultural trace. That same trace inhabits not only the visible surface of images, but also the data accumulated through their use, reuse, and reuse, forming a digital palimpsest where each iteration erodes the original while inaugurating new layers of precarious meaning.
Saturation corrodes not only the image but also the mind that processes it. Neural evolution, instead of expanding critical capacities, is trained to survive infinite zapping, adapting its plasticity to bursts of disconnected stimuli. Art, once tasked with disturbing or illuminating, has been conscripted as a foot soldier in the entertainment industry, calibrating emotions to the rhythm of algorithms that barely understand attention and clicks. Comedy, narrative, cinema, reels, memes, text messages, emojis, and even the codes we use to communicate serve as training material for artificial intelligences that metabolize our aesthetic experience as mere input. The human is reduced to a single drive: to generate content that fine-tunes a model, whether sublime or ridiculous. And in that process, art dissolves its emancipatory aura to become a controlled glitch, a placebo that keeps us producing while we believe we are creating. With the cruel irony that the more meaning we fabricate, the more evident the emptiness sustaining this machinery becomes.
Video art, once a territory of radical experimentation, seems to have dissolved into the attention economy that governs reels and microformats. The aesthetic discomfort it proposed—slow, reflective, unsettling—has been anesthetized by the logic of immediacy: one scroll upward and dissonance evaporates. The inevitable question is: where did video art go? The situation recalls the UFO phenomenon of the 1980s and 1990s, when the proliferation of home video cameras not only documented everyday life but, fueled by media hysteria, generated a cultural current that infiltrated cinema, television, and popular narrative. Today the same occurs, but in excess: millions of cameras in millions of hands capture the banal and the spectacular simultaneously, erasing the boundary between document and fiction, between visual essay and entertainment. The result is an infinite audiovisual production where art coexists with memes, critique with viral dances, and where the extraordinary, instead of inspiring awe, is consumed as just another swipe on a touchscreen.
The current landscape offers unprecedented potential for new means of abstraction: the capacity to produce images, video, and music is no longer limited by technique but by the speed with which an idea can circulate and be exhausted. Yet this abundance carries the trap of ephemerality: trends are consumed before they consolidate, and complexity dissolves in the foam of the immediate. There is much mud covering precious stones in the terrain of the unusual; and, paradoxically, the unusual is used habitually, becoming a fashionable aesthetic resource rather than a detonator of new sensibilities. The challenge is not only to create, but to resist the logic that turns every discovery into a cliché before it reaches its true potential. To resist that logic means altering the pulse: producing off-tempo, choosing slower processes that do not vanish in viral immediacy. It means embracing rarity as value, even at the cost of visibility, and sustaining small but dense communities that preserve meaning beyond mass consumption. It also requires reappropriating the very tools that trivialize, using them critically to expose their contradictions. Ultimately, resistance is a form of patience: letting ideas sediment before being absorbed by the algorithm.
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Doroteo Guzmán